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jueves, 24 de junio de 2010

El misterio de las bolsas


Una tarde de abril de 1997, inquieta, con los ojos llenos de alegría, observaba tres gigantescas bolsas negras. Imponentes, se erguían al lado de los sillones verde musgo, aguardando el momento de descubrir su preciado secreto. Era absurdo ocultarlas. Ansiaba revelar el contenido de sus estómagos, repletos de innumerables tesoros que aún no conocía.

Era viernes. Me despertaron la hora acostumbrada, no rezongue, esperaba algo especial. Rehusaba dejar a la brisa insensible de la mañana colarse en la toalla blanca, que preservaba excepcionalmente mi temperatura. Un overol blanco y estampado de rodajas de sandia -el atuendo que mi mamá escogió para ese día- fue el que me separó de la calidez de la toalla. Mi libertad llegó, los zapatos ya estaban en mis pies. Bajé a la primera planta.

En la sala, precipitándose a salir, unas canastas amarillas se aglomeraban cerca de la puerta. Bolsas de colores se alineaban como soldados en el interior de las cestas. Sus vientres estaban inflamados por la cantidad de dulces, juguetitos y sorpresas que portaban. Un dálmata y una payasita de papel resguardaban los cuarteles de los soldados coloridos. Todo se preparó la noche anterior.

El desayuno. Mi mamá y mi hermano aguardaban por mí en el comedor. Observaba desde la mesa a mi madre meter todo en el carro. Estaba ansiosa. Percibía la alegría de mi hermano, la noche anterior él comprendió lo que sucedería. Cuando todo estuvo dentro del carro, subimos nosotros también. El kínder, ése era nuestro destino.

Conocía a todos allí. Mi hermano y yo corrimos para adentro. Nos gustaba ir al kínder y jugar. Cerca de mi salón, en una mesa, se juntaban regalos. Me sentaron sobre ella y frente a mí las cámaras descargaban sus rollos. En las aulas, las octagonales se abrazaban. Comimos pizza. En la cochera llovieron dulces. Bailamos. El dálmata y la payasita se convirtieron en retazos de papel. Perdieron su forma original, pero persistía la sombra de lo que habían sido.

Nos reunimos alrededor de una mesa. En el centro, un pastel de chocolate y fresas se hacía desear por todos. Un número cuatro se erguía orgulloso en el pastel. Cantaron a todo pulmón. Aplaudieron. El cuatro se apagó de un soplido. Mi mamá partía la torta y las maestras repartían las porciones a los niños que, sentados, esperábamos obtener el trozo más grande. Se recogió la basura. Los regalos se colocaron en bolsas negras. Regresamos a casa.

Sentada en una mecedora, de madera y junco, abría uno por uno los regalos. Eran cientos, decidí que mi hermano me ayudaría a descubrirlos. Sentado a mi lado en un sillón él también destapaba regalos. Pasaron horas, hasta que no quedó ninguno. Fue el mejor de mis cumpleaños. En especial, recordamos cinco juegos de cocina idénticos. Ambos –mi hermano y yo- lo disfrutamos.


4 comentarios:

  1. Estan muy buenas, Felicidades. Espero que sigas escribiendo mas.

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  2. Me gusta este texto, esta muy bueno. Te imaginé con pastel en el rotro. Felicidades

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  3. me gusta muxoooo la history ^^
    sigue asii xD jiji muy linda:) love iu xD
    esa picture e niña va jijiji

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  4. Con tu historia solo me dieron ganas de haber celebrado con vos en la fiesta jijijiji parecia divertida... como siempre tratando de adivinar que pasa. jejejeje

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