Imágenes!

miércoles, 30 de junio de 2010

La des-interesada

Escuché fuertes golpes. Supuse que provenían del taller. Observé desde la ventana, pero todo estaba en calma. “Tantas películas y series comienzan a traumarme. No hay razón para tener miedo”, pensé. Escudriñé el patio: el sosiego persistía. Con temor, bajé las escaleras. Los golpes eran intensos. El miedo se apoderó de mí.

Sucedió un viernes. Desperté como a las 10, era temprano. Intenté volver a dormir, pero el sol me venció. Encendí la tv: no había nada que ver. Derrotada por las circunstancias, fui al baño. Al verme en el espejo descubrí una pequeña protuberancia. Tardé como media hora en el baño. Una vez en el cuarto, saqué el espejo y examiné mi rostro detenidamente. Había desaparecido, al menos por ahora.

Repetidas veces una serie de golpes quebrantaron la atmósfera, no me interesé; seguía pellizcándome la cara. El ruido persistió, pero en el patío ni una hormiga se movía. Seguí con mi tarea, pero aún escuchaban los azotes. Esta vez eché un vistazo, desde la ventana, al taller pero no provenía de allí. Perdí el equilibrio, caí de la cama y el ventilador me recibió mal humorado. En el recorrido que realicé al suelo, la razón venció al miedo. Averiguaría de dónde provenían los golpes.

Tras inspeccionar detenidamente todo lo que alcanzaba a ver desde el cuarto, me aventuré a ir a la sala. Exhalaba terror, siempre he sido un poco paranoica, me esforcé en bajar las escaleras. La intensidad del sonido aumentaba, ideas espantosas poblaban mi mente; pero el optimismo intentaba apartarlas. En el último peldaño el pánico se apoderó de mí. La pared entre la sala y el acceso a la segunda planta me brindaba seguridad. Contuve el aliento y observé la sala. De la puerta se desprendían trozos de cemento.

Mi cuerpo absorbió la temperatura del ladrillo. Corrí escaleras arriba. Mi cerebro mandaba respuestas a una pregunta que había contestado aun antes de formularla. Cerré la puerta del cuarto, tomé el celular y llamé a mi papá (que vive cruzando la esquina, aproximadamente a 6 casas de la mía).

—Papi, ladrones están entrando a la casa— le dije, intentando disimular el miedo.

— ¿A tu casa?— preguntó con desconcierto.

—Sí, ven rápido— contesté, mientras me ponía el camisón nuevamente.

Me coloqué junto a la puerta, intentando descifrar los sonidos. Llamé a mi mamá, conté lo que sucedía y expliqué que ya había llamado a mi papá. Mis piernas temblaban. Afuera escuchaba voces, golpes, una pelea. “¿Qué hacen aquí? ¡Salgan ya!”, fue lo que escuché antes de un golpe contundente que dejó la casa en silencio. Un pensamiento me tentó a salir; todo acabó, es mi papá quien recibió el golpe y está herido. Llamé a mi mamá y un fuerte portazo me puso alerta. Pasó un largo rato, yo aún temblaba. Gritaron mi nombre. Bajé las escaleras y allí estaba mi tía abuela buscándome, pero ¿y mi papá?

La puerta era ahora inservible. Desesperada, mi abuela llamaba a mi papá. La policía me interrogaba y de pronto apareció —caminando por el pasaje— contando que persiguió a los delincuentes hasta perderlos de vista. Me llevaron a la casa de mi abuela paterna, quien quería que me sedaran. Mi mamá fue la última en llegar y me informó que robaron dos televisores, un DVD, una caja de pañales y espuma para peinar; al parecer olvidaron un ventilador de techo en el sillón, junto a la puerta. Al siguiente día nos mudamos. Mis hábitos han cambiado, ahora pongo más atención a los sonidos.

lunes, 28 de junio de 2010

Fugadas

El resplandor casi la cegaba. Las paredes acolchadas, el techo y la cerámica blancos enviaban la luz de golpe. El resplandor devoraba su cerebro dejando solo aire. En el pequeño cuarto, solo ella; en el interior de su cabeza, nadie. Pequeñas moscas volaban alrededor, se convertían en letras y formaban palabras que antes de ser descifradas escapaban por la rejilla de la ventilación; justo sobre ella.

Escuchó pasos, voces y alaridos; sus sentidos volvían. Capturó palabras y las transformó en imágenes, en recuerdos. Una mancha era ahora un jabón, una almohada y posteriormente una puerta que se abría lentamente. Dos hombres enormes, vestidos de blanco, arrojaron una mujer dentro de la habitación. No dijeron nada. Al verla quiso saber cuánto tiempo llevaba en éste lugar. Parecía perdida o en todo caso vacía. Su pelo, una maraña color castaño opaco, fue lo único que llamó su atención.

No sabían cuánto tiempo llevaban dentro, se pusieron a platicar. Intentaron recordar sus nombres – creo que empieza con “A”…algo como…- dijo la chica del pelo castaño. Antes de ser interrumpida por uno de los hombres que la encerraron, traía en la mano dos inyecciones que no vaciló en aplicar. No vaciló en ninguna ocasión. Acostadas, una junto a la otra, estuvieron quién sabe cuánto tiempo.

Los puntos de colores, cobraban forma en su mente y recordó. Recordó imágenes sin saber qué eran exactamente. Observó a su compañera estaban saliendo del transe. Se hablaron con los ojos ignorando lo que se decían. Seguían sin saber sus nombres, eso ya no les importaba. La bandeja de comida aparecía de vez en cuando. Estaban solas. La bandeja de la comida llegó…con palabras. No sabían quién era pero dijo – les ayudaré a salir-. Ellas no recordaban su propia voz y no pudieron distinguir si era hombre o mujer quien hablaba. La voz explicó el plan, ellas aceptaron. A los pocos minutos se abrió la puerta. Se miraban fijamente, los puntos aparecían cuándo la voz dijo – Está listo-.

Sentadas sintieron como el agua entraba a la habitación. Subía más y más. Ellas debían alcanzar la rejilla de ventilación y salir, pero comenzaron a bailar. A cazar palabras. La habitación se llenaba extraordinariamente rápido. Mientras sus cuerpos se alzaban la castaña dijo: - Creo que es la comida-. Probaron el agua y les supo familiar. Su compañera probó las paredes – Es de coco- gritó. La castaña que no veía más que luces, comió y bebió. Ambas sintieron sosiego. De nuevo se abrió la puerta y sus cuerpos llenos de espuma fueron libres.

jueves, 24 de junio de 2010

El misterio de las bolsas


Una tarde de abril de 1997, inquieta, con los ojos llenos de alegría, observaba tres gigantescas bolsas negras. Imponentes, se erguían al lado de los sillones verde musgo, aguardando el momento de descubrir su preciado secreto. Era absurdo ocultarlas. Ansiaba revelar el contenido de sus estómagos, repletos de innumerables tesoros que aún no conocía.

Era viernes. Me despertaron la hora acostumbrada, no rezongue, esperaba algo especial. Rehusaba dejar a la brisa insensible de la mañana colarse en la toalla blanca, que preservaba excepcionalmente mi temperatura. Un overol blanco y estampado de rodajas de sandia -el atuendo que mi mamá escogió para ese día- fue el que me separó de la calidez de la toalla. Mi libertad llegó, los zapatos ya estaban en mis pies. Bajé a la primera planta.

En la sala, precipitándose a salir, unas canastas amarillas se aglomeraban cerca de la puerta. Bolsas de colores se alineaban como soldados en el interior de las cestas. Sus vientres estaban inflamados por la cantidad de dulces, juguetitos y sorpresas que portaban. Un dálmata y una payasita de papel resguardaban los cuarteles de los soldados coloridos. Todo se preparó la noche anterior.

El desayuno. Mi mamá y mi hermano aguardaban por mí en el comedor. Observaba desde la mesa a mi madre meter todo en el carro. Estaba ansiosa. Percibía la alegría de mi hermano, la noche anterior él comprendió lo que sucedería. Cuando todo estuvo dentro del carro, subimos nosotros también. El kínder, ése era nuestro destino.

Conocía a todos allí. Mi hermano y yo corrimos para adentro. Nos gustaba ir al kínder y jugar. Cerca de mi salón, en una mesa, se juntaban regalos. Me sentaron sobre ella y frente a mí las cámaras descargaban sus rollos. En las aulas, las octagonales se abrazaban. Comimos pizza. En la cochera llovieron dulces. Bailamos. El dálmata y la payasita se convirtieron en retazos de papel. Perdieron su forma original, pero persistía la sombra de lo que habían sido.

Nos reunimos alrededor de una mesa. En el centro, un pastel de chocolate y fresas se hacía desear por todos. Un número cuatro se erguía orgulloso en el pastel. Cantaron a todo pulmón. Aplaudieron. El cuatro se apagó de un soplido. Mi mamá partía la torta y las maestras repartían las porciones a los niños que, sentados, esperábamos obtener el trozo más grande. Se recogió la basura. Los regalos se colocaron en bolsas negras. Regresamos a casa.

Sentada en una mecedora, de madera y junco, abría uno por uno los regalos. Eran cientos, decidí que mi hermano me ayudaría a descubrirlos. Sentado a mi lado en un sillón él también destapaba regalos. Pasaron horas, hasta que no quedó ninguno. Fue el mejor de mis cumpleaños. En especial, recordamos cinco juegos de cocina idénticos. Ambos –mi hermano y yo- lo disfrutamos.