Imágenes!

miércoles, 7 de julio de 2010

What if?

Apetito insaciable

El sol estaba a diecisiete minutos de colocarse en el punto más alto. Caminaba alrededor de su escritorio. Era su hora de almuerzo y su estómago no aguantaba más. El comedor más cercano estaba a dos cuadras de su oficina. Caminaba tranquilo, pero apresurando el paso. Se dirigía a marcar salida.

¿Por qué rayos no hay un comedor más cerca? se preguntaba sin cesar, mientras esperaba que la manecilla se moviera. Cuarto para las doce, ¡este reloj está atrasado! pensó. No podía creer que los minutos pasaran tan lentamente. El vigilante no estaba en su puesto. Si el vigilante no está no podré firmar ¡Desgraciado! No podía dejar de pensar en su estómago. Decidió que iría por agua, para calmar su apetito.

Se dirigía al oasis de recepción. Su humor estaba cambiando. ¡Vacío! El maldito oasis está vacío. Observó a Marta, la recepcionista, y su mirada lo lleno de odio. –No tenemos agua-. ¡Tonta y mil veces tonta, ¿crees que no lo noté?! ¿No puedes llamar al conserje para que ponga el agua? ¡Ama y señora de la empresa! Las palabras no salieron de su boca. Él sabía que Marta era peligrosa. El jefe se acuesta con ella, y ella se creé poderosa. Había hecho que despidieran a un conserje por no querer lustrarle los zapatos. – Gracias Marta, eres muy amable- le dijo, intentando ocultar la hipocresía de su voz. Desgraciada Marta, cuando te deje quiero ver qué cara pondrás. Lo pensaba y se sentía impotente.

Regresaba a la portería. El vigilante lo saludó. –Lijenciado, qué gusto.- Soy licenciado no lijenciado; con c. Pensó. -Buenas tardes Gabriel- dijo - ¿Cree que puedo firmar ya?-. Gabriel dejó ver su diente de oro –Sé, ¿cómo no lijenciado? Uste sabe que acá hay confiansa-. Bueno, al menos éste campesino servirá para algo.

Faltaban cuatro minutos para las doce y Carlos ya salía del trabajo. Suena el teléfono – ¡Aló!- vociferó a su celular. Sintió que alguien lo tocaba. –Caminá como si nada maitro, somos amigos. ¡Ah! Y Dame el teléfono.- Carlos obedeció. –Mirá maitro vamos a tu carro-le dijo mientras empujaba el arma contra su espalda baja. –No tengo carro- dijo Carlos. – ¡No jodás!, mirá sabés que me caen mal los listiyos. Dame las llaves de tu Mazda 3- le dijo con cara de burla. ¿Qué hago? Pensó. –Están en mi bolsa derecha- le dijo ocultando su miedo. El estómago de Carlos no aguantó y dejó salir un gruñido. – ¿Tenés hambre maitro?, vamos a comer- dijo el delincuente.

Se subieron al carro. Carlos conducía mientras la pistola apuntaba a su estómago. –Hagamos una parada en ese autobanco.- Luego de tres horas de viaje el auto se detuvo. Carlos estaba sentado frente al timón. En sus piernas, dentro de una bolsa, se encontraba una torta que su cuerpo no alcanzó a comer.

sábado, 3 de julio de 2010

Semejanzas fatales


La maté por la misma razón que usted la mataría. Fue sencillo era una mujer mayor y su sobrepeso ayudó. Si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría. Aún disfruto el momento en que la vida se le salía por los poros. Por Dios que le juré que la mataría. Sentada en su silla riéndose por última vez; así la dejé, con el cuerpo frío. Hubiera querido causarle dolor.
Mi cuerpo acercándose a su silla, lentamente. Mis manos posándose con cariño sobre su cuello, un poco de presión y ¡crack! Así deseaba matarla, con mis manos. Quería sentir su sangre helándose. Fue poco lo que pude hacer, usted sabe. Si ella hubiera estado menos loca. Nos imagino cocinando postres, brindando fiestas; porque debe usted saber que ofrezco las mejores reuniones.

Era una buena mujer. Creo que verdaderamente nunca le dije que la mataría, pero, eso qué importancia tiene ya. ¿Quiere usted una taza de café? ¿Ya tiene una? Me parece bien. Aurora, trae dos tazas de café. Dios Santo, ya tenía usted café ¿por qué no me lo dijo? ¿Qué me lo dijo dice? ¿Le parece a usted que, si lo hubiera sabido, pediría el café a pesar de que todavía no termina usted la primera taza? Me alegra que no lo dudara puesto que yo, como toda dama de sociedad que soy, sería incapaz de imponerme ante mis invitados. Si algo se puede decir de mí es que soy la mejor anfitriona de está residencial.
Como le decía, es perverso pensar que una persona tan digna como yo pudo hacer eso. ¿Sabe? la mujer que maté, la de la casa 3, me recordaba a mi madre. No es que yo quisiera matar a mamá, con el amor que le tengo. Es tan buena ella. Me enseño todo lo que sé. ¿Sabe como quitar lo quemado a una plancha? ¿No? Pues le diré el truco de mamá. Toma una vela y, con la plancha encendida, la frota hasta que la cera quite lo quemado. ¿Qué le parece? ¿Sabe una cosa? Yo la maté con un plancha, ¡huy!, fue una cosa horrible esa. El olor era detestable.
Sabe, siento que usted cree que estoy loca. ¿Le parece a usted que una loca puede planear tan bien una muerte? Por supuesto que no. Se necesita sesos para matar a alguien. Se necesitan más sesos si uno pretende no ser capturado. Y dígame, ¿Es usted ama de casa? ¡No!, bueno me parece bien. Debe saber usted que provengo de una familia respetable, como Dios manda. Mi marido trabaja, y yo como toda dama de sociedad me encargo de dirigir a la servidumbre.
Muy amable de su parte venir a visitarme. Espero que muy pronto nos reunamos de nuevo. Fue muy grata su compañía. Cuídese. Adiós. ¡Aurora!, recoge la vajilla, y está vez no quiebres nada. Estaré en la alcoba y no quiero más visitas.
En la última alcoba del segundo piso la Señora revisaba cajones. Se detuvo un momento y frente al espejo apreció su enorme belleza. No podía negar la belleza de su rostro. Su nariz, pequeña y respingada. Sus ojos almendrados. El conjunto de facciones que la componían la dejaron atónita. Frente al espejo se dijo – Claro, la detective pensó que estaba loca. Y ¿cómo no? Con la sarta de tonterías que le dije. No sé ni de dónde las he sacado.
Sin despegar su mirada del espejo colocó sus manos, tan finas, sobre su cabeza. Delicadamente las posó sobre su frente. El color negro sustituyó al castaño claro. Soltó su cabello ondulado. Tomó una franela y un frasco celeste. Una pasta blanca salió de la botella. Con la franela cubierta de blanco limpió su rostro hasta dejarlo sin rastro de maquillaje. Abrió el ropero, cogió un short rojo y una camiseta verde desmangada.
Sentada sobre la cama observó alrededor. Dobló su cuerpo hacia atrás y su espalda tuvo soporte. Vio el techo, estiró los brazos y pensó – Si mi madre supiera lo que planeo. Seguro y acaba en el manicomio-. Dirigió su mirada a la nada. Sonó el teléfono. – En una hora llego. ¿Qué quieres para la cena?-. – Pues me gustaría una hamburguesa con queso, y doble carne.-
Tomó una almohada y se acostó en el suelo. Su espalda y la planta de sus pies tocaban el suelo. Se giró para alcanzar el celular. Llamó. – Aló. Marcos, lo pensé bien y no vale la pena asesinar a la señora del 3 por mamá, pero, gracias.-

jueves, 1 de julio de 2010

¿Cuál puede ser una vida que comienza entre los gritos de la madre que la da y los lloros del hijo que la recibe?
(Baltasar Gracián)

Enamorada de esta canción!!



¿Por qué estas cosas no me pasan a mí?...jajaja =D

miércoles, 30 de junio de 2010

La des-interesada

Escuché fuertes golpes. Supuse que provenían del taller. Observé desde la ventana, pero todo estaba en calma. “Tantas películas y series comienzan a traumarme. No hay razón para tener miedo”, pensé. Escudriñé el patio: el sosiego persistía. Con temor, bajé las escaleras. Los golpes eran intensos. El miedo se apoderó de mí.

Sucedió un viernes. Desperté como a las 10, era temprano. Intenté volver a dormir, pero el sol me venció. Encendí la tv: no había nada que ver. Derrotada por las circunstancias, fui al baño. Al verme en el espejo descubrí una pequeña protuberancia. Tardé como media hora en el baño. Una vez en el cuarto, saqué el espejo y examiné mi rostro detenidamente. Había desaparecido, al menos por ahora.

Repetidas veces una serie de golpes quebrantaron la atmósfera, no me interesé; seguía pellizcándome la cara. El ruido persistió, pero en el patío ni una hormiga se movía. Seguí con mi tarea, pero aún escuchaban los azotes. Esta vez eché un vistazo, desde la ventana, al taller pero no provenía de allí. Perdí el equilibrio, caí de la cama y el ventilador me recibió mal humorado. En el recorrido que realicé al suelo, la razón venció al miedo. Averiguaría de dónde provenían los golpes.

Tras inspeccionar detenidamente todo lo que alcanzaba a ver desde el cuarto, me aventuré a ir a la sala. Exhalaba terror, siempre he sido un poco paranoica, me esforcé en bajar las escaleras. La intensidad del sonido aumentaba, ideas espantosas poblaban mi mente; pero el optimismo intentaba apartarlas. En el último peldaño el pánico se apoderó de mí. La pared entre la sala y el acceso a la segunda planta me brindaba seguridad. Contuve el aliento y observé la sala. De la puerta se desprendían trozos de cemento.

Mi cuerpo absorbió la temperatura del ladrillo. Corrí escaleras arriba. Mi cerebro mandaba respuestas a una pregunta que había contestado aun antes de formularla. Cerré la puerta del cuarto, tomé el celular y llamé a mi papá (que vive cruzando la esquina, aproximadamente a 6 casas de la mía).

—Papi, ladrones están entrando a la casa— le dije, intentando disimular el miedo.

— ¿A tu casa?— preguntó con desconcierto.

—Sí, ven rápido— contesté, mientras me ponía el camisón nuevamente.

Me coloqué junto a la puerta, intentando descifrar los sonidos. Llamé a mi mamá, conté lo que sucedía y expliqué que ya había llamado a mi papá. Mis piernas temblaban. Afuera escuchaba voces, golpes, una pelea. “¿Qué hacen aquí? ¡Salgan ya!”, fue lo que escuché antes de un golpe contundente que dejó la casa en silencio. Un pensamiento me tentó a salir; todo acabó, es mi papá quien recibió el golpe y está herido. Llamé a mi mamá y un fuerte portazo me puso alerta. Pasó un largo rato, yo aún temblaba. Gritaron mi nombre. Bajé las escaleras y allí estaba mi tía abuela buscándome, pero ¿y mi papá?

La puerta era ahora inservible. Desesperada, mi abuela llamaba a mi papá. La policía me interrogaba y de pronto apareció —caminando por el pasaje— contando que persiguió a los delincuentes hasta perderlos de vista. Me llevaron a la casa de mi abuela paterna, quien quería que me sedaran. Mi mamá fue la última en llegar y me informó que robaron dos televisores, un DVD, una caja de pañales y espuma para peinar; al parecer olvidaron un ventilador de techo en el sillón, junto a la puerta. Al siguiente día nos mudamos. Mis hábitos han cambiado, ahora pongo más atención a los sonidos.

lunes, 28 de junio de 2010

Fugadas

El resplandor casi la cegaba. Las paredes acolchadas, el techo y la cerámica blancos enviaban la luz de golpe. El resplandor devoraba su cerebro dejando solo aire. En el pequeño cuarto, solo ella; en el interior de su cabeza, nadie. Pequeñas moscas volaban alrededor, se convertían en letras y formaban palabras que antes de ser descifradas escapaban por la rejilla de la ventilación; justo sobre ella.

Escuchó pasos, voces y alaridos; sus sentidos volvían. Capturó palabras y las transformó en imágenes, en recuerdos. Una mancha era ahora un jabón, una almohada y posteriormente una puerta que se abría lentamente. Dos hombres enormes, vestidos de blanco, arrojaron una mujer dentro de la habitación. No dijeron nada. Al verla quiso saber cuánto tiempo llevaba en éste lugar. Parecía perdida o en todo caso vacía. Su pelo, una maraña color castaño opaco, fue lo único que llamó su atención.

No sabían cuánto tiempo llevaban dentro, se pusieron a platicar. Intentaron recordar sus nombres – creo que empieza con “A”…algo como…- dijo la chica del pelo castaño. Antes de ser interrumpida por uno de los hombres que la encerraron, traía en la mano dos inyecciones que no vaciló en aplicar. No vaciló en ninguna ocasión. Acostadas, una junto a la otra, estuvieron quién sabe cuánto tiempo.

Los puntos de colores, cobraban forma en su mente y recordó. Recordó imágenes sin saber qué eran exactamente. Observó a su compañera estaban saliendo del transe. Se hablaron con los ojos ignorando lo que se decían. Seguían sin saber sus nombres, eso ya no les importaba. La bandeja de comida aparecía de vez en cuando. Estaban solas. La bandeja de la comida llegó…con palabras. No sabían quién era pero dijo – les ayudaré a salir-. Ellas no recordaban su propia voz y no pudieron distinguir si era hombre o mujer quien hablaba. La voz explicó el plan, ellas aceptaron. A los pocos minutos se abrió la puerta. Se miraban fijamente, los puntos aparecían cuándo la voz dijo – Está listo-.

Sentadas sintieron como el agua entraba a la habitación. Subía más y más. Ellas debían alcanzar la rejilla de ventilación y salir, pero comenzaron a bailar. A cazar palabras. La habitación se llenaba extraordinariamente rápido. Mientras sus cuerpos se alzaban la castaña dijo: - Creo que es la comida-. Probaron el agua y les supo familiar. Su compañera probó las paredes – Es de coco- gritó. La castaña que no veía más que luces, comió y bebió. Ambas sintieron sosiego. De nuevo se abrió la puerta y sus cuerpos llenos de espuma fueron libres.

jueves, 24 de junio de 2010

El misterio de las bolsas


Una tarde de abril de 1997, inquieta, con los ojos llenos de alegría, observaba tres gigantescas bolsas negras. Imponentes, se erguían al lado de los sillones verde musgo, aguardando el momento de descubrir su preciado secreto. Era absurdo ocultarlas. Ansiaba revelar el contenido de sus estómagos, repletos de innumerables tesoros que aún no conocía.

Era viernes. Me despertaron la hora acostumbrada, no rezongue, esperaba algo especial. Rehusaba dejar a la brisa insensible de la mañana colarse en la toalla blanca, que preservaba excepcionalmente mi temperatura. Un overol blanco y estampado de rodajas de sandia -el atuendo que mi mamá escogió para ese día- fue el que me separó de la calidez de la toalla. Mi libertad llegó, los zapatos ya estaban en mis pies. Bajé a la primera planta.

En la sala, precipitándose a salir, unas canastas amarillas se aglomeraban cerca de la puerta. Bolsas de colores se alineaban como soldados en el interior de las cestas. Sus vientres estaban inflamados por la cantidad de dulces, juguetitos y sorpresas que portaban. Un dálmata y una payasita de papel resguardaban los cuarteles de los soldados coloridos. Todo se preparó la noche anterior.

El desayuno. Mi mamá y mi hermano aguardaban por mí en el comedor. Observaba desde la mesa a mi madre meter todo en el carro. Estaba ansiosa. Percibía la alegría de mi hermano, la noche anterior él comprendió lo que sucedería. Cuando todo estuvo dentro del carro, subimos nosotros también. El kínder, ése era nuestro destino.

Conocía a todos allí. Mi hermano y yo corrimos para adentro. Nos gustaba ir al kínder y jugar. Cerca de mi salón, en una mesa, se juntaban regalos. Me sentaron sobre ella y frente a mí las cámaras descargaban sus rollos. En las aulas, las octagonales se abrazaban. Comimos pizza. En la cochera llovieron dulces. Bailamos. El dálmata y la payasita se convirtieron en retazos de papel. Perdieron su forma original, pero persistía la sombra de lo que habían sido.

Nos reunimos alrededor de una mesa. En el centro, un pastel de chocolate y fresas se hacía desear por todos. Un número cuatro se erguía orgulloso en el pastel. Cantaron a todo pulmón. Aplaudieron. El cuatro se apagó de un soplido. Mi mamá partía la torta y las maestras repartían las porciones a los niños que, sentados, esperábamos obtener el trozo más grande. Se recogió la basura. Los regalos se colocaron en bolsas negras. Regresamos a casa.

Sentada en una mecedora, de madera y junco, abría uno por uno los regalos. Eran cientos, decidí que mi hermano me ayudaría a descubrirlos. Sentado a mi lado en un sillón él también destapaba regalos. Pasaron horas, hasta que no quedó ninguno. Fue el mejor de mis cumpleaños. En especial, recordamos cinco juegos de cocina idénticos. Ambos –mi hermano y yo- lo disfrutamos.